jueves, 23 de octubre de 2014

LA SOLEDAD DEL CENTINELA


Una mujer, sentada en la butaca de su pequeña sala de estar, en una esquina de la habitación, ahora en penumbra, cerca de la ventana, incapaz de conciliar el sueño a pesar de su enorme cansancio, dormita la angustia de un vacío, el de su vida presente, mientras la vieja televisión sigue encendida sin importar el canal, pero con el volumen muy bajo para no molestar a los otros, esos que tienen una razón de ser (o de estar, cumpliendo la ilusión de un propósito, de un deber) aún en la vida y necesitan descansar. La luz amarilla de las farolas se cuela entre los visillos, confundiendo el ciclo de las plantas de interior que acompañan en su soledad a la mujer del rincón. Durante la madrugada, atraída por un ruido que proviene de la calle, se irgue un instante, asomando la mirada triste por la la ventana, no con la intención de saber quién pasa, sino movida por la necesidad de ver a alguien y, así, no sentirse tan sola.

Esa mujer de edad indeterminada, quizá ya pensionista, que parece más un objeto inanimado de la casa que un ser que la habita, ha tenido un pasado, que en sus eternas horas de insomnio rememora con amargura y se pregunta por qué ella, por qué su vida ha terminado así. 

Cuántas personas hoy pasarán sus días como centinelas anónimos en un mundo cruel velando todos los sueños, que son solo uno, nunca satisfechos, volviendo con la memoria los pasos que nunca se atrevieron a dar, pensando cómo sus vidas habrían sido otras si ellas hubieran hecho esto o lo otro... tantos reproches y dolor ahogados en el pecho herido y acostumbrado a las cicatrices y a la resignación...