Cuando uno estudiaba en la universidad, las tardes parecían eternas. A veces, rompiendo la rutina, se daba la casualidad de que algún colega y servidor juntábamos tiempo y capital suficientes para almorzar en algún lado. Entonces se decidía partir de inmediato a la caza de mesón, que solía ser por la zona de Bilbao, Moncloa o los Austrias. En ocasiones, deteníamos la búsqueda para leer un descuidado menú que anunciaba, de segundo plato, almóndigas. La risa no se hacía esperar. Yo creo que algunas casas escribían así con toda la intención, buscando un ambiente determinado, invitando a los estudiantes a curiosear dentro, anticipando en la acera el tópico castizo del camarero poco leído y feliz; la cocina sabrosa, pero grasienta; los manteles de papel que pronto se manchaban con gotitas de aceite, migas de pan o lo que tocase y algunos clientes fijos que darían para una buena prosopografía clínica del español medio. Evito la écfrasis de los jamones colgando del techo, las cabezas de toro manso mirando fíjamente el talento innato de la presentadora del programa de corazón que parecía un sketch de mimo porque el volumen siempre estaba apagado y la fauna microscópica a ras de suelo que compartía hábitat con palillos usados, huesos de aceituna, servilletas y otras cosas más. Tal vez recibieran subvención. Todo es posible... Qué recuerdos.
Uno de aquellos colegas me comenta ayer que la R.A.E. ha admitido almóndiga. Consulté la entrada en su página web. En efecto, ahí figura: voz vulgar en desuso, y remite a albóndiga. Me pica la curiosidad y consulto el Moliner, otro palo: almóndiga o almondiguilla, uso popular. ¡Ay!
¿Cómo pretenderán algunos grandes prebostes del amoniaco perfumado que demos lustre a los sesos ágrafos de nuestros alumnos púberes con esa gramática normativa que cambia según el capricho de los tiempos? Si no fuera porque es real, la anécdota parecería sacada de una novela firmada por Chesterton.
¿En quién podemos confiar si aquellos que deben enseñarnos sólo nos confunden?