Cuando veo en las noticias de la televisión lo que está ocurriendo hoy en el Congo, siento una profunda lástima. En 2001 comenzaron a escucharse las primeras voces de alerta. Estremece pensar que el coltán pueda ser la causa de la muerte de cientos de niños que trabajan en condiciones de esclavitud, jugándose la vida por obtener un mineral escaso aunque preciado por sus cualidades; que los humanos vuelvan a repetir el ritual de la guerra y la muerte, a afilar sus viejas hachas con renovado odio, dispuestos a revivir escenas de violencia que nadie ha logrado aún borrar de su retina.
Los soldados quieren entran en combate, las madres huyen con sus hijos y portan difícilmente las pocas pertenencias que pudieron salvar, los soldados extranjeros patrullan asustados por carreteras desconocidas, los ciudadanos afortunados que viven lejos siguen con incomodidad y espanto las novedades del conflicto. ¿Quién parará todo esto? ¿Quién evitará otra guerra más en África?
Rodeado de útiles tecnológicos, ante el monitor plano del pc, cerca del último teléfono móvil, conectado vía satélite con cientos de canales extranjeros, uno podría pensar: ¿para que yo tenga todo esto deben morir seres humanos en otro lugar del planeta? Me hace sentir asco y vergüenza. Convivimos con el mal, pero disfrazado de honorable vecino: cuando reparamos que algunas multinacionales andan metiendo el hocico en todas las guerras, uno pierde el respeto y clama justicia.