Cuando al atardecer paseo por la ciudad, las luces de los domicilios demoran mi paso. Entonces me fijo discretamente en el interior de alguna casa. Su dueño quizás ha dejado las cortinas descorridas o las ventanas están parcialmente abiertas, lo que se dice entornadas, para que se ventile la estancia. A veces, si hay suerte, puedo ver la biblioteca. Suele ocupar una habitación de tamaño medio y es un placer cuando todas las paredes están tapadas por un hermoso mueble de madera oscura. Personalmente, las librerías en color blanco me desagradan. En ocasiones, no es frecuente pero aún se ve, las estanterías, que en esos casos no tienen puertas de cristal, se han pintado de verde. Un verde botella bastante alegre. Suelen ser baldas largas, están abombadas por el peso de los libros y estos se han colocado con descuidado esmero y, a diferencia del mueble de anticuario, éstas han sido trabajadas a medida por un ebanista del barrio. Me gustan mucho porque no suelen dejar demasiado espacio entre los anaqueles: es como ver un muro de papel, un muro que no divide, sino que cobija (no obstante, se sabe de casos en los que la librería sepultó a su desgraciado dueño).
A mí me gusta el mueble sobrio y sencillo, con puertas de cristal, que suele alcanzar los dos metros. La madera, en esos casos, es maciza y se ha escogido un acabado elegante, quizás en un tono oscuro. Personalmente no me gustan los detalles dorados. Una cornisa lo distingue del mueble de fábrica. Resulta importante la elección de unos pomos discretos. No es necesaria una cerradura, pero subjetivamente ésta siempre añade un toque de distinción al mueble (parece así que custodiara objetos de enorme valor dignos de protegerse con llave), aunque generalmente no pase de ser un adorno o un complemento y, por lo tanto, sea prescindible. La simetría es fundamental, pero no suele resultar práctica: los libros se editan en distintos formatos, conque ocuparán más o menos espacio en cada caso. Si las baldas no están situadas a la misma altura, entonces convendría que el cristal fuera opaco o que aquella irregularidad se disimulara de algún modo. En los muebles aparadores, me refiero a los de cocina, se puede colocar una cortinilla interior que impide ver el tótum revolútum de platos, vasos, ollas y latas en conserva; no obstante, ese caos universal puede dejarse a la vista en el caso de la librería. Desconozco la razón.
En mis paseos no suelo ver dos tipos de muebles que también me gustan mucho: el aparador de salón y el librero bajo. Si paseamos por Madrid, por ejemplo, en los barrios del centro como Chamberí o los Austrias, las casas son de techo alto y suelen rematarse con un falso balcón en la fachada. Al tener ventanas tan altas, uno puede apreciar los detalles más íntimos de la casa y casi podría ver hasta el tipo de suelo (el otro día aprendí que en la Argentina llaman piso al suelo y que éste suele ser en madera, un parqué formado por listones de la mejor madera que aquí suelen costar una fortuna y con los que allí se equipan casi todos los apartamentos de Buenos Aires o, al menos, los que yo he podido ver hasta la fecha). Si uno camina por los antiguos bulevares, esto es, desde Colón hasta Princesa aproximadamente, los viejos edificios con ese aire tan castizo de la capital hispana no suelen albergar domicilios particulares, sino oficinas, a veces departamentos ministeriales, clínicas privadas o el estudio de algún modisto de renombre; en cualquier caso, inmuebles que han pasado varias revisiones y que han sufrido, por lo tanto, numerosas reformas en su interior. No esperemos allí la estética original del edificio, el viejo salón oscuro ni la librería de toda una vida custodiada por un anciano devorador de gestas históricas, romances decimonónicos y aventuras de ultramar. Lo más probable, lo más triste, es que aquellos hombres oscuros, los que solían caminar como bultos negros en la noche fría de la capital, hayan muerto ya derrotados tras la implacable lucha que siempre gana el tiempo, abandonados en su vejez por hijos ingratos, quizá solteros, sin amigos reconocibles, iluminados por la clarividencia que concede la soledad y la lectura de años, mustios, comidos por la humedad de la buhardilla eterna a la que nunca se asomaron para ver pasar las nubes blancas, el sol regio ni las jóvenes que cruzaban la avenida y pasaban su alegría de una acera a otra cerca de la animada plaza en cuyos cafés, igual que en un tiovivo, desfilaban las modas, las generaciones, las alegrías, los sueños y alguna tristeza. Y no sé por qué razón, aquellos bohemios a su manera se llamaban Sansón, Jacinto, Eliodoro, Salustiano o Gregorio y a algunos los vecinos de la escalera los conocían por su apodo. Todos ellos habrían conocido una existencia más feliz si hubieran bajado, de vez en cuando, al café de la plaza y allí hubieran pasado un rato distraídos y acompañados.
Y es que en el café podemos entretenernos mirando a la gente o leyendo un libro ligero. La ligereza es un don exclusivo del buen escritor y no debe confundirse con la vulgaridad. Chesterton es un ejemplo de lo que escribo. En 2008, con medio siglo de retraso, llegó a nuestras librerías Lectura y locura (Ediciones Espuela de Plata), libro póstumo que recoge numerosas columnas que el autor inglés publicó semanalmente en el periódico Daily News. Cuando uno lee a Chesterton tiene la impresión de estar perdiendo el tiempo, a veces de perderlo con aburrimiento, hasta que encuentra un pasaje ingenioso, un juego de inteligencia o una broma imprevista que justifican sobradamente el intento y rechazan nuestra crítica anticipada. Sin embargo, el lector considerará que muchos de sus libros son excepcionales. Desconozco la razón de esta irregularidad. Los artículos que integran Lectura y locura no representan una excepción: si bien el texto que da título al libro y lo introduce promete bastante, "Mudanza", que es el siguiente, decepcionará al lector, pero "Un cuento de hadas" o "El inglés curioso" lo emocionarán. He notado que las palabras de Chesterton suelen evocar los textos clásicos y al poeta inglés, que bien podrían ser todos y todos podrían ser Shakespeare. La inteligencia del autor crea juegos de palabras, generalmente paradojas, que, sin embargo, yo me resisto a considerar como tales, pues veo en aquellos una verdad revelada de un modo sorprendente y, no obstante, una verdad al fin y al cabo. Nadie diría que resulta paradójico afirmar que "dos más dos son cuatro" por muy poéticamente que se dijera. Por otra parte, todos sabemos que Chesterton hizo una defensa de la fe católica desde la razón, la inteligencia y, nuevamente, el talento verbal. No se trataba de doblar cucharas con insólitos adjetivos: el inglés veía la verdad y nos la contaba tal cual la veía, tal cual era, digamos, de un modo que él considera platónico o simplemente infantil. De hecho, la infancia y el juego son dos constantes en este libro. Quien decida leerlo convendrá conmigo en que las palabras de Chesterton transmiten un optimismo vital. Yo creo que esa sola característica hace merecedor de lectura al autor. Por último, conviene indicar que la editorial El Acantilado ha publicado en español otros muchos ensayos en dos volúmenes (creo que varios de los artículos reunidos en Lectura y locura se encuentran en aquellos): Correr tras el propio sombrero (y otros ensayos) y Lo que está mal en el mundo.

Chesterton despierta la imaginación del lector. Éste, a raíz de una anécdota leída en el libro, ramifica su argumento y crea una historia nueva y original. Por ejemplo, cuando uno se encuentra con el siguiente fragmento:
Todo cuanto podemos hacer es aceptar [...] el principio general de que hay una especie de relación extraña, muchas veces repetida pero hasta ahora aún sin explicar, entre encender la pólvora y oír una fuerte explosión. Es aquí donde podemos percibir la filosofía profunda y sabia del cuento de hadas. El químico nos dice: "mezcle estas tres substancias y se producirá la explosión". El buen mago del cuento de hadas nos dice: "cómete estas tres manzanas y al gigante se le caerá la cabeza" [...] El químico habla en un estilo y un tono particulares que sugieren la existencia de una filosofía abstracta, una especie de relación inevitable entre las tres substancias y la explosión. [...] El método del cuento de hadas, por el contrario, es mucho más filosófico. El mago nos dice: "Haz sólo esta cosa extraordinaria y sucederá esta otra cosa extraordinaria totalmente distinta. Ignoro por qué ocurre, y ni siquiera sé si siempre va a ocurrir. Pero es algo que merece la pena tener en cuenta cuando nos disponemos a matar a un gigante" (Páginas 143-144)
¿En qué piensa el lector a continuación? Probablemente intente recordar si leyó alguna vez un cuento de hadas en el que algún personaje llevara a cabo experimentos según el criterio científico de nuestros días. Al no recordar ninguno, imaginará cómo sería la historia. De repente, el lector se ha convertido en autor y está fantaseando con el argumento inaudito de un intrépido investigador empírico que se enfrenta a los mecanismos de la profunda filosofía del sinsentido que habita en el universo literario de los cuentos de hadas. Forzosamente recalará en el misterioso puerto de la novela gótica. Allí su navío echará el vuelo y generará monstruos como el Dr. Frankenstein, el Capitán Nemo o el pobre Inventor, padre de Eduardo Manostijeras. Parece que la literatura reprobase al científico y maldijese su obra. Seres inocentes y extraños en un mundo hostil donde padecen la condena que no les fue impuesta sufrir a sus hacedores. Criaturas malditas... Igualmente, la realidad no ve con buenos ojos a aquellos que ven en la naturaleza una magia oculta, una sorpresa constante. Por eso aquélla se encarga de hacer tempranamente adultos a los niños, pues todos saben que la infancia es la edad de la fantasía y, forzosamente, ha de durar poco tiempo aquí, entre nosotros. Si el lector es benévolo, inventará una historia fabulosa en la que ambos mundos convivan armoniosamente. Creo que el musical es una aproximación. Yo, sin embargo, prefiero adentrarme en el universo literario e imaginar las peripecias de un científico entre magos y hechiceros. Imaginen a los pacientes de ese posible doctor: pudiendo curar las caries de sus pacientes con una piruleta mágica, estos optarían por la angustia del quirófano y el empaste dental.
Creo que la ciencia es un castigo a nuestra soberbia. Como dejamos de creer que podíamos cubrir largas distancias con sólo desearlo, el hombre tuvo que estudiar el modo de desplazarse y así estudió física, mecánica, ingeniería y otras disciplinas para "descubrir" el avión, el tren, el carburante o la electricidad. Por supuesto, sería mucho más práctico entrar en el armario de la habitación y decir tres veces "Qué tiempo tan excelente hizo ayer en Londres" para salir nuevamente de allí a tres mil kilómetros de distancia. Pero, en fin, cualquiera contradice a uno de esos locos de bata blanca...
Para terminar, referiré las palabras que escribió un autor que no consigo recordar ahora: "Y, sin embargo, creo que la cortesana sabe mucho más que yo". De eso precisamente escribiré en otra ocasión.