domingo, 7 de septiembre de 2014

BEATUS ILLE, CONSTRUCTOR DE NUBES Y PALACIOS ENCANTADOS


En 1961 Camilo José Cela publicó un ensayo titulado Cuatro figuras del 98. Hacia el final de sus páginas incluyó un brevísimo texto -bien podría ser un artículo de opinión para la prensa- titulado "Sobre la soledad del escritor", y esas palabras abren un capítulo del libro al servicio de la ley moral, aquello que, según nos recuerda nuestro Premio Nobel, llenaba de espanto y de admiración el espíritu de Immanuel Kant. La tesis del autor es que sólo en la soledad el escritor, aquél que ha recibido la vocación de los dioses, dedicándose por entero a ella, puede sentirse realizado, y advierte de los peligros de la ciudad, de sus múltiples distracciones, de los vicios que ha de sortear, de las personas a las que no debe conceder su tiempo. 

Quise compartir con los lectores un par de fragmentos:

"El militante de esta disciplina [...] trabaja, si quiere trabajar y permanecer, en la soledad, en la gozosa y a veces dura soledad de la provincia, a orillas de la mar, o a la vera del prado, al pie del alto y tenebroso monte."

"La vocación es fruto que sólo grana en la soledad, en la alegre soledad, compañía de los tristes, de que nos habló el solitario -y tumultuoso- Miguel de Cervantes."

"La superioridad del escritor -dogma social que proclamamos- ha de refugiarse, para ser mantenida, en la soledad: en el pueblo, en la montaña, en el mar..., con todos sus defectos."

Esas palabras me han recordado otras con las que me familiaricé cuando era joven y estudiaba en la universidad, a veces leyendo más ciertos libros que los exigidos en el programa del curso. Henry David Thoreau publicó en 1854 Walden o La vida en los bosques, un relato personal de los dos años que decidió vivir en soledad. Buscó refugio en la costa norte del estanque Walden (de ahí el título de su obra), en el estado norteamericano de Massachusetts, cerca de donde vivían su familia y algunos amigos; Thoreau era un pensador, figura clave del trascendentalismo, y es posible que fuera hasta allí buscando esa relación original con el universo que preconizaban él y sus compañeros de movimiento. Sus ideas influyeron en mí poderosamente y, aunque reconozco la conveniencia de vivir en una ciudad, a ser posible en la capital del país, siempre es necesario desconectar un tiempo y volver a la naturaleza. A veces hay que ceder, que renunciar, para obtener algo mucho mejor. Alejándonos de ese mundanal ruido, del espectáculo de los focos y los escaparates, del asfalto que arde en días como hoy y nos quema, del trato artificial con gente desconocida, encontramos el vibrante sonido de la vida rural, el sobrecogedor escenario del firmamento en la noche, la fresca tierra bañada por los caudalosos ríos, la cercanía del mundo salvaje y el trato próximo, sencillo y sabio de las gentes humildes del campo donde, claro, tampoco faltan su malicia, su envidia y su odio, defectos, en definitiva, como los que encontraremos en cualquier parte; pero, incluso, yendo más lejos, apartándonos un poco más, callando unos días la necesidad de contacto humano, sólo entonces, en ese preciso instante, el hombre cobra verdadera conciencia de sí mismo, de sus energías, de su destino. 


José Antonio Muñoz Rojas escribió un libro inspirado en esa misma experiencia: Las cosas del campo, de 1951. Es sabido que Dámaso Alonso le dirigió una carta para expresarle su más sincera admiración: "Has escrito, sencillamente, el libro de prosa más bello y emocionado que yo he leído desde que soy hombre". En la misma tradición moderna, otros libros como Platero y yo o El camino han reflejado un gusto por la literatura alejada de los escenarios urbanos y, como suele ocurrir muchas veces, la mejor forma de reconocer su valor es leyéndolos en el lugar que los inspiraron.

Larga vida, lector.