sábado, 6 de septiembre de 2014

LOS VERSOS DE LA TARDE AL FINAL DEL VERANO


El salón general de la biblioteca es un enorme espacio con techos que se pierden a gran altura y están rematados por una gran claraboya rodeada de ricos frescos con dibujos geométricos en los que está escrito algo que el ojo no alcanza a ver, pero que uno imagina han de ser viejas genealogías que hoy a nadie importan. Un poco más abajo, un friso recorre el perímetro de la sala con los nombres más insignes de la nación. Los austeros muros pintados en un tono suave, interrumpidos cada uno por una gran vidriera, bajan hasta la parte inferior de la estancia, cubierta por estanterías de madera noble donde reposan sabios volúmenes que, ya he advertido, rara vez se consultan. A medida que avanza la tarde y el gran salón queda en penumbra, los pocos lectores que hoy investigan sesudamente sus libros de estudio han encendido el fluorescente de sus pupitres, dispuestos en largas hileras de una geometría castrense. Desde una de las esquinas, bajo uno de los grandes relojes de números romanos que ocupan cada ángulo del salón, alzo la mirada y observo un instante aquella estampa decimonónica sólo alterada por la pantalla luminosa de algunos ordenadores portátiles. En ese instante me siento fuera de la realidad.

A la salida, una bofetada de calor y el ruido de la gran avenida me devuelven a la inmediatez del presente. Bajo la escalinata con cuidado y me incorporo a la acera con la intención de cruzar el centro de la ciudad, muy animado a cualquier hora, pero más aún durante el fin de semana. Muchas parejas jóvenes caminan de la mano, numerosos grupos de amigos ocupan varias mesas de una terraza abarrotada de clientes mientras los camareros se afanan por traer y llevar platos y copas como laboriosas abejas en este enjambre humano que habitamos. Los autobuses turísticos llevan a los extranjeros de un lugar a otro y todo el mundo se fotografía delante de los hermosos monumentos. También hay quienes, apoyados junto a la boca del metro, venden sus cosas en la acera, intentando hacer un frágil equilibrio entre la dignidad del artesano humilde y la triste penuria del indigente que, derrotado por los crueles avatares de una vida injusta, pide limosna en el escenario más cruel y humillante.

El metro avanza rápido penetrando las oquedades de la urbe. Algún talento literario soñaría en el pasado con un convoy mágico similar al que hoy me transporta. En el vagón no cabe nadie más. Todos son rostros desconocidos, la mayoría vienen de muy lejos; caras serias, de circunstancia, intentado fingir esa insustancialidad que no incomode a los que tenemos a un palmo de nosotros.

Al salir a la calle, aliviado por dejar atrás la estrechez incómoda del atestado vagón y el penetrante olor de los pasillos subterráneos, vuelvo a encontrar más gente en busca de una emoción. Dos chicas vestidas con trajes ceñidos despiertan el interés de un grupo de jóvenes que pasan a su lado mirándose nerviosos y achispados por la belleza de la distante pareja. Veremos si dentro de unos años se muestran tan esquivas y altaneras a la sonrisa franca de un muchacho fuerte y lozano.

Entro en la panadería que me han recomendado en la red. Pido una hogaza y salgo de allí directo al autobús. Antes debo seguir por las aceras de un viejo bulevar. Cruzo las dos grandes glorietas que tantas veces frecuenté cuando estudiaba en la universidad.

De vuelta a casa, mientras el autobús de línea cruza espectral la inmensidad de la noche y me aleja del bullicioso centro, amparado por la tenue bombilla que alumbra desde la férrea bóveda del vehículo, principio la lectura de un suplemento cultural. Al cabo de unos minutos, fijo la vista en las calles de los barrios residenciales que atravesamos a gran velocidad. De repente, la luz de un bar apartado atrae mi atención: de la desolada terraza de aquella recoleta plaza sólo una pareja de mujeres de mediana edad charla cordialmente sentada en una mesa; a un par de metros, un cliente solitario bebe una cerveza mientras lee una revista. Me pregunto qué hace ese joven allí y por qué está solo. Qué distintas perspectivas la del centro y ésta nueva más próxima a la periferia.

Recuerdo un poema de Nicanor Parra que acabo de leer:


WHAT IS POETRY?

todo lo que se dice es poesía
todo lo que se escribe es prosa

todo lo que se mueve es poesía

lo que no cambia de lugar es prosa.


En su infatigable conquista del horizonte, el autobús cruza por un puente la gran autopista y alcanza al fin los suburbios de la metrópoli. Entonces, reconociendo mi borrosa figura especular en los ventanales que tengo a mi derecha, me pregunto si ese vehículo en movimiento no está tramando un improbable verso nocturno, convirtiendo en materia poética la energía motora que late bajo su armazón metalizado, y con ella también a nosotros, los pasajeros y el conductor, quien, ajeno a su metamorfosis, escucha una emisora de radio, la improvisada banda sonora de aquella hora en la que se confunden la tarde con la noche. 

Todo lo que se mueve es poesía, pienso mientras camino por una oscura cuesta cerca de mi casa. Un ligero viento agita las ramas de los árboles y las precoces hojas del otoño caen hasta el suelo, unas veces girando febriles, otras con la lenta elegancia de un baile de salón. En el último tramo, recuerdo la imagen de la biblioteca, el centro de la ciudad, el vagón de metro, el bar solitario... recuerdo al indigente pidiendo limosna, a la atractiva pareja de chicas, al joven sentado en aquel retirado bar, mi propia imagen reflejada en el autobús. Abro la puerta de casa. Qué extraña, preciosa y contradictoria puede ser la vida humana.