martes, 7 de diciembre de 2010

LAS MAÑANAS DE AZUL Y GRIS CLAROS

Ésta es mi época del año preferida: el final del otoño, los días previos a la Navidad. Me gusta el comienzo de la semana, las mañanas frías a primera hora, el cielo nublado y sin sol. Un viento fresco, suave, que agita las ramas de los árboles, refresca la cara del que pasea y le anima a seguir por las avenidas francas de la gran ciudad. Las aceras limpias, mojadas por la lluvia de la noche, las hojas que cayeron y luego se amontonaron aquí y allá. El desayuno temprano, los quioscos rebosantes de prensa matinal, poco tráfico en las calles, los comercios recién abiertos. Cubos de basura vacíos, ancianos con sus boinas y su ABC en la mano, los niños en la escuela hace rato, las palomas en la plácida glorieta picoteando quién sabe qué porque nunca hay nada que picotear a esa hora, las fuentes de las que cae aún el agua fría de la sierra y sí, la luz mortecina de los escaparates de las cálidas librerías de la capital. Los dependientes colocan la última novedad, el ensayo sesudo, la novela del Premio Cervantes de este año y la del eterno aspirante a Nobel al que por fin, sí, ya se lo han concedido. Hay dinero en el bolsillo, pero no se gastará fácilmente: uno quiere descubrir un pequeño tesoro. Nada duele, todo está bien esta mañana de finales de noviembre. La belleza dura algo más de una hora. A partir de las once el día ya está gastado, los desayunos pronto darán el turno a los primeros almuerzos, los niños saldrán otra vez de la escuela, todo se llenará de humo y oficinistas, tráfico, ruido... las aceras repletas que sólo invitan a volver a casa. Madrugar mereció la pena. Mañana será otro día.