Amadu tiene cuatro años. Su hermana es Hawaiu y cumplió tres. Viven en Sierra Leona y acaban de quedarse huérfanos. Sus padres fallecieron a causa del ébola. Ahora viven con su abuela, que les canta y les da galletas para que no estén tan tristes. Tienen una hermana mayor, Massah, en plena adolescencia, y vive con su abuelo en otro pueblo.
Esta terrible crónica es una noticia triste que publica hoy el diario español EL PAÍS. La fotografía que he incluido es de José Naranjo, quien también redactó el artículo para el periódico. Puede leerse el texto completo aquí.
Hace un rato pensaba en mi vida, en el futuro incierto que tengo por delante y había logrado animarme. Todos lo hacemos o, de lo contrario, ¿qué sentido tendría seguir? Me acerqué al ordenador y leí los titulares de la prensa. Me fijé en el excelente trabajo de José Naranjo y no pude menos que escribir esta entrada para compartir con los lectores del blog la realidad de estos niños. ¡Qué terrible desgracia les tenía reservada la vida a tantas criaturas inocentes!
Tiempo atrás defendía que el dolor es una experiencia subjetiva y que, por lo tanto, no podía medirse ni tampoco admitía la comparación con el sufrimiento de un semejante, pues hay quien en apariencia lo tiene todo, pero se siente profundamente desgraciado, y quien se sobrepone a todos los infortunios y logra ser feliz. Sigo pensándolo aún, pero todo esto me parecen inquisiciones vanas cuando las enfrento a la cruda realidad porque, se mire por donde se mire, Amadu y sus dos hermanas no tienen muchos motivos para sonreír. Escribe el periodista que en el poblado de estos niños no se ven balones ni muñecas con que jugar, que la población infantil de Sierra Leona no va a clase y que, en un escenario de desmoronamiento familiar debido a las repentinas ausencias, los niños que se quedan sin clase pierden un refugio, así que pronto se ven obligados a trabajar y, como si no tuvieran ya bastante, terminan siendo explotados.
No puedo dejar de mirar el rostro de Hawaiu. ¿Qué será de ella en el futuro? ¿Qué suerte correrán Amadu, Massah y el resto de su generación? ¿Nunca se terminará con la pobreza de África? Desearía tener esa barita mágica que cambiase para siempre el dolor y el miedo por fuerza, alegría y esperanza. Muchos buscan fama, reconocimiento, éxito, lujo... Yo busco la puñetera barita. ¿Tal vez la tenga usted? Puede que la llevemos todos con nosotros. El caso es que, mientras pensamos en nuestro futuro, algunos en condiciones mucho menos favorables se quedan sin el suyo. ¿Qué sentido tiene todo esto? Siento una profunda tristeza, una rabia que difícilmente puedo apaciguar y un hondo desconsuelo al ver que el ser humano parece no tener límites en su crueldad y que muchos de nosotros somos testigos impotentes de una realidad que no queremos ver.
No olvide, lector, dar gracias por todo lo que tiene. No olvide tampoco la desgracia ajena. Intente hacer algo para aliviar ese sufrimiento. Me gustaría creer en la labor de las ONG, pero, después de tantos escándalos por corrupción, he perdido la fe en ellas. Los voluntarios, que ahora te paran por la calle con tácticas de auténtica guerrilla (es increíble cómo se distribuyen en las esquinas de las principales avenidas para que no se les escape ni un peatón), sólo quieren tu dinero, pero ese donativo, esa cuota... ¿adónde va? Después de muchos años, no han solucionado los problemas. La clave, quién sabe, está en quienes tienen la oportunidad de cambiar la realidad. Tenemos el poder de nuestro voto. Nos falta el candidato. Ése sigue sin llegar. Los hombres buenos no sueñan con la política, pierden el tiempo persiguiendo baritas mágicas. Si los políticos tuvieran la voluntad necesaria, ¿no habrían contribuido al deseado fin de la miseria en África?
Pobres Amadu, Hawaiu y Massah. Visten ropa ajena, juegan con muñecas imaginarias y dan patadas a balones etéreos. Sus padres se fueron, les dicen, y no van a volver. Son refugiados. Todos queremos ayudarlos. La fotografía crea esa ilusión de parecer que están tan cerca que podemos llegar a ellos estirando nuestro brazo. Se van a morir pronto. Tal vez no. Quizá no los recordemos en su agonía. Ojalá alguien intervenga a tiempo para impedirlo. Yo, no sé por qué, no puedo dejar de mirar esos grandes, hermosos, tristes y limpios ojos con los que miran al objetivo. ¡Cómo puede alguien desear hacerles daño alguno!