Emilio Carrere, después de abandonar una temprana inclinación hacia la pintura, fue el poeta más popular en España durante las primeras décadas del pasado siglo. Se le ha adscrito a corrientes modernistas y al decadentismo. Hoy en día celebramos su producción narrativa. Si bien terminó sus días como monárquico y se sintió cómodo en el franquismo, la mayor parte de su vida se dedicó a frecuentar tertulias y trabó amistad con artistas bohemios. Todos elogiaron su ingenio y fue muy valorado por los colegas del oficio. Tradujo ejemplarmente a los poetas franceses de la época y sintío admiración sincera por Verlaine.
Carrere pintó un Madrid sucio, de gentes que viven una realidad miserable presidida por la pobreza y la marginalidad. Poetas alucinados; bebedores de ajenjo (mal llamada "absenta"); empedernidos perdedores y harapientos seres de una ciudad presente, real, hostil y transfigurada por la pluma estética de un gran modernista que simpatizó con la bohemia. Sus personajes son cándidos e ingenuos o astutos y oportunistas. Todos luchan por sobrevivir, los hay que persiguen la gloria en vano y el idealismo -que disfraza siempre una orgullosa aspiración bajo las humildes telas de la santidad o la locura- se da de bruces con la vida canalla del materialismo ramplón, ese que se practica cuando las circunstancias lo permiten y se lleva por delante a quien haga falta. El autor nos cae simpático y no es cruel con sus personajes, pero los lleva al límite para desnudar las vergüenzas del ser humano. Debemos a la editorial Valdemar la edición de El reino de la calderilla, un novela brillante, un Baroja al cubo.
Carrere escribió también una serie de relatos de misterio, horror y aventuras que publicó en varios títulos; siendo, de entre todos ellos, La torre de los siete jorobados el más sobresaliente en opinión de la crítica. Edgar Neville lo llevó al cine en 1944.