jueves, 25 de junio de 2009

LA INGRATITUD

Termina un conocido soneto de Lope diciendo así: "creer que un cielo en un infierno cabe,/ dar la vida y el alma a un desengaño;/ esto es amor, quien lo probó lo sabe". La experiencia es una maestra sincera que siempre lleva razón, aunque nos duela.

Muchas compañeras de la universidad, bien porque la situación laboral en España es adversa, bien porque nuestro país hoy no está a la altura de su título académico, se ven relegadas al ámbito doméstico, a convertirse en "mantenidas" de sus novios y maridos. Ellas siempre se excusan diciendo que, en cualquier caso, ellas cuidarán del hogar y que, por lo tanto, también realizarán una función, es decir, tendrán un empleo.

Cuando escucho sus justificaciones, que muchas veces son piruetas mentales para no reconocer la verdad, me viene a la cabeza ese verso, que parece bíblico por su dimensión poética, "creer que un cielo en un infierno cabe". Por la experiencia de tantas mujeres que escuché en numerosas ocasiones, aunque no diga con ello nada nuevo, pero sí a personas que quizá necesiten escucharlo seguidamente, vale la pena repetir que sin poder adquisitivo no existe la libertad.

No hay trabajo tan noble como el de ser madre y ama de casa, pero es una dedicación ingrata. Muchas veces el marido termina convirtiéndose en un grosero egoísta que no reconoce el sacrificio de su esposa. Y escribo sacrificio porque, así suele ocurrir, las tareas del hogar exceden las limitaciones de la persona que lo ejerce. Encerrada en casa toda la jornada, confundiendo los días de labor con los de descanso, sin dinero, sin nadie a quien hablar, alimentando a una familia que sólo está para exigirle más y darle menos, viendo pasar la vida ante ella, perdiendo la fuerza con los años, sumiéndose en un silencio de oscuros presagios, finalmente volviéndose rencorosa y, a veces, incluso demente; así es la vida que le espera a la mujer que decide quedarse en casa. No siempre ocurrirá así, por supuesto; de hecho, lo deseable sería algo muy distinto. Ni todas las mujeres terminan esclavas de sus maridos ni tampoco muchas se entregan tanto como sí lo hacen otras.

El buen hombre debe serlo siempre; pero, ante todo, de puertas adentro. Ignoro si son mayoría los maridos que respetan a sus mujeres. En cualquier caso, yo no escribo estas líneas para quienes sí tuvieron suerte. La experiencia de demasiadas esposas nos enseña otra realidad que, en ocasiones, además, termina en tragedia. Algunos cónyuges, considerado que sus mujeres sólo son una posesión, las despojan de su dignidad moral, que es el paso previo al desprecio de su derecho a la vida, y así deciden acabar con ellas en un arrebato de frenesí, palabra que goza de buena fama, pero que significa "delirio furioso" y "violenta exaltación y perturbación del ánimo". En ese estado mental, el marido le da la puntilla a una vida de frustración, privaciones y eterno sometimiento. Como una pobre vaquilla en el ruedo, indefensa y sin comprender su suerte, así pierden absurdamente la vida tantas pobres mujeres en el mundo, así es la vida que les tocó en desgracia.

Por todo ello, si la mujer decide hacerse cargo de las tareas domésticas, que deje antes bien claro que su marido deberá cederle cada mes la parte proporcional de su sueldo, de forma que ella reciba también un salario, con lo que ello conlleva de reconocimiento a su labor. Sin dinero, lo único que conseguirá la desdichada mujer es jugarse su futuro a los dados y, en la mayoría de los casos, perderlo.

Si me pidieran una imagen del ama de casa, yo dibujaría a una mujer ajada, con el semblante triste, que cava su sepultura en vida. Eso es cocinar, fregar, hacer camas, limpiar baños y planchar; preferir el beneficio ajeno al propio, descuidar su imagen, quitarse de comer y dormir menos; pasar la vida entre cuatro paredes, callar siempre, aceptar lo malo como bueno, resignarse, esforzarse continuamente, renunciar. Ésa es la sagrada retribución del ama de casa: darlo todo a cambio de nada, creer ingenuamente que, en efecto, un cielo en un infierno cabe.