Si me pidieran el argumento de La gran belleza, respondería con humildad que es el recuerdo de un amor frustrado y de la consecuente cicatriz que deja en su protagonista. También añadiría que se trata de un monumento cinematográfico y que, por lo tanto, es mucho más que este improvisado apunte.
Jep Gambardella deslumbró a la sociedad romana años atrás con la publicación de su primera (y única) novela. El tiempo ha pasado y ahora Gambardella principia el ocaso de su madurez. Es asiduo a las fiestas que celebra su círculo de conocidos, en su mayoría frágiles criaturas que buscan en la frivolidad y las excentricidades una forma de evasión. Sus reuniones, de hecho, son un canto a la mundanidad. En ellas nuestro protagonista se mueve como pez en el agua, disfrutando de ese espectáculo grotesco e irreal con la elegancia de quien sabe que ya no tiene nada que perder; pues, tras la fachada de cinismo y cierta autosuficiencia, se esconde aquel joven que, al verse reflejado en el espejo de los años, acepta con resignación su derrota. A diferencia de Wordsworth, para Gambardella la belleza que subsiste en el recuerdo es fuente de gran aflicción. Encontrará, no obstante, consuelo en la belleza de Roma y visitará alguno de sus monumentos ocultos en compañía de una atractiva mujer a quien acaba de conocer (quien, sin embargo, no logrará llenar el vacío de su amor juvenil, pero sí compartirlo).
Desearía destacar que los personajes secundarios están trazados con suficiente profundidad para conmover al espectador, como el desdichado dramaturgo que escribe personajes femeninos pensados para una actriz que lo ignora.
A veces, el cine capta un instante que determinará el signo de nuestros días. En ocasiones, la película es el viaje a ese remoto pasado y también la crónica de una tragedia: la de amar algo, esa gran belleza que se perdió, mientras la vida se nos escurre crepuscular e inútilmente entre los dedos.